
De todas las revoluciones de la primavera árabe, la de Baréin es la más desconocida y olvidada. Tuvo su pico de atención informativa en 2011, pero luego cayó en el olvido. Se trata de un país minúsculo, difícil de situar en el mapa, sometido a un apagón informativo por parte del gobierno, y eclipsado mediáticamente por la violencia en Irak, Siria, Egipto o Yemen. Baréin solo vuelve a la actualidad con ocasión del Gran Premio de Fórmula 1, que se celebrará este fin de semana en una fabulosa pista en mitad del desierto. Y en estas fechas de lo último de lo que se habla es de la situación política. Lo que pasa en Baréin se queda fuera.
Byron Young, corresponsal de Fórmula 1 en el Daily Mirror, explica en su cuenta de Twitter que ha recibido un correo electrónico del Gobierno recordándole que solo está autorizado a cubrir los eventos dentro del circuito. Para ejercer de periodista fuera del recinto deportivo, requiere del permiso especial de la Autoridad de Asuntos Informativos. En el dudoso caso de que se lo concedieran, iría escoltado por funcionarios del Ministerio del Interior.
¿A qué se debe tanto celo?¿Qué es lo que el Gobierno no quiere que veas? Las manifestaciones, las barricadas en las carreteras, los cócteles molotov, los gases lacrimógenos, las tanquetas antidisturbios apuntando a los pueblos chiíes, los torturados, los presos políticos hacinados en las cárceles.
Empecemos por el principio, empecemos por el mapa: Baréin es una isla del tamaño de Menorca situada en el Golfo Pérsico. Entre Catar y Arabia Saudí, con la que está conectada a través de una autopista de 25 kilómetros. Tiene fama de ser el país más liberal del Golfo, un título que en esta región hay que tomar con cierta cautela. No hay, como en la vecina Arabia, policía religiosa patrullando las calles ni ejecuciones públicas. Las mujeres están integradas en el mercado laboral. Aunque la presión social es grande, no hay ninguna ley que les obligue a vestir con niqab o hiyab. Aunque es un estado confesional, existe libertad de culto. El expatriado occidental puede hacer negocios con facilidad y hasta beber alcohol. En general, la vida es menos opresiva que en los países de su entorno. Hasta aquí la parte bonita que las empresas de relaciones públicas americanas contratadas por el gobierno cultivan con mimo en medios occidentales.
Baréin es un país de mayoría chií. Pero ha sido gobernado por la familia suní Al Jalifa desde el siglo XVIII, incluso durante la época colonial británica que finalizó en 1971. El Gobierno se vende a sí mismo como una monarquía parlamentaria. Pero lo cierto es que todo el poder emana de la familia real porque el Parlamento, elegido por sufragio universal, no posee capacidad legislativa. El primer ministro Jalifa bin Salman Al Jalifa es el tío del actual rey y gobierna el país desde hace más de 40 años, lo que le convierte en el gobernante en activo más longevo del mundo. Fue él quien compro por un dinar (al cambio unos dos euros y medio) los terrenos públicos en los que se construyó el complejo de rascacielos Bahrain Financial Harbour (BFH).
Una Gomorra infiel
La familia real funciona en la práctica como un empresario privilegiado. Posee numerosas inversiones en construcción, hoteles de lujo y explota la lucrativa venta de alcohol para el cual hay abundante público: la población expatriada occidental, los trabajadores asiáticos, los soldados estadounidenses de la Quinta Flota, algunos locales y los miles de saudíes que inundan el puente cada fin de semana con el ansia de libertad de un adolescente en viaje de fin de curso. En algún bar puede verse la insólita escena de soldados estadounidenses y ciudadanos saudíes charlando con prostitutas filipinas en la misma barra. Baréin es visto por los fundamentalistas del Golfo como una Gomorra infiel.
Casi toda la población vive concentrada en el tercio norte de la isla, mientras el resto del país es propiedad privada de la familia real o instalaciones militares. Como resultado, la sensación de chiringuito y rapiña familiar es asfixiante en un país minúsculo de un millón y medio de habitantes de los cuales la mitad son trabajadores extranjeros.
No hay un censo oficial sobre filiación religiosa desde los años 70, pero se calcula que entre el 60 y 70 por ciento de la población es chií. A pesar de ser mayoría, los seguidores de esta rama del Islam sufren discriminación laboral y de acceso a políticas sociales como la vivienda. Se trata de una discriminación oficiosa, sin base jurídica en el ordenamiento legal, que funciona como un tabú innombrable en medios oficiales. Pero los hechos no dejan lugar a dudas: los chiíes tienen vetado su acceso al Ejército y a la policía. En su lugar, el Gobierno contrata y concede la nacionalidad a policías suníes de otros países árabes: sirios, jordanos, yemeníes, egipcios y pakistaníes. Esta marginación de facto es una losa que lleva décadas alimentando la frustración de la población chií y envenenando la convivencia entre ambas comunidades.

En febrero de 2011, la ola de las revoluciones árabes encontró en Baréin el cultivo perfecto: al tradicional desencanto chií se unió el hartazgo de muchos suníes hacia la corrupción y el absolutismo del gobierno. Se produjo una acampada en la Plaza de la Perla, una rotonda hostil en un país sin plazas, coronada por una escultura de seis columnas rematada por una perla gigante. El nombre de la plaza tiene su explicación: antes del petróleo, la perla era la principal actividad económica del país.
Aquella acampada recibió el apoyo de casi todo el espectro político local: de islamistas moderados a izquierdistas laicos y partidos que incluyen a varias confesiones. Todos ellos con experiencia en la lucha política desde los años 70. Más allá de las posibles agendas ocultas de los diferentes partidos, fue un movimiento que trascendía las tradicionales reivindicaciones chiíes. El grito, moderado y masivamente compartido, era “queremos reformar la monarquía”. El blanco de las iras no era tanto el rey sino el primer ministro, el hombre con un dinar en el bolsillo.
Aquella revuelta fue especialmente inquietante para las monarquías del golfo, con Arabia Saudí a la cabeza. Era pacífica, tenía un enorme apoyo popular y fue capaz de articular, momentáneamente, un discurso integrador de chiíes y suníes. El 17 de febrero de 2011 la policía atacó el campamento y mató a cuatro personas, pero días después los manifestantes volvieron a tomar la plaza.
Una protesta aplastada por tanques saudíes
Cualquier posibilidad de acuerdo dialogado con la oposición fue aplastada cuando el 14 de marzo los tanques saudíes -y otras fuerzas del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG)- entraron a sangre y fuego en Baréin.
El símbolo de la protesta, el campamento de la Perla, fue arrasado. No fue suficiente: poco después se mandó derribar el monumento con la excusa de remodelar urbanísticamente la plaza que aún hoy, cuatro años después, sigue cerrada y cercada por el Ejército y la policía. La televisión nacional transmitió el derribo en directo pero hubo de interrumpir la emisión porque la perla gigante, al caer, mató a un operario.
Siguiendo con esta cruel e infantil destrucción de la memoria física, se retiraron de la circulación las monedas acuñadas con la estatua de la perla, que hoy se venden bajo cuerda en el zoco como reliquias históricas junto a billetes de Sadam Husein. El efecto logrado ha sido el contrario: la estatua de la perla se ha convertido en el símbolo de la resistencia y su efigie aparece dibujada en las paredes de los pueblos chiíes.
Empezaron las detenciones arbitrarias, las desapariciones, las torturas y la caza de brujas con campañas animando a denunciar a cualquier persona que hubiera participado en la acampada. Varios detenidos aparecieron en televisión pidiendo perdón en un bochornoso acto de contrición pública.
Nadie estaba a salvo. En plena paranoia represora, el Ejército saudí convirtió el principal hospital del país en objetivo militar. Impidió que los heridos fueran atendidos, dio palizas a conductores de ambulancia y encarceló a numerosos médicos, algunos suníes, que habían atendido a los heridos. Muchos siguen aún en la cárcel. El editor, librero y fundador del periódico Al Wasat, Abd al-Karim Fajrawi, acudió a comisaría a quejarse de la persecución a la que estaba siendo sometido un familiar. Lo torturaron hasta la muerte.
Presionado por sus socios occidentales y por el estado de shock en el que se encontraba el país, el Gobierno se vio obligado a establecer un Diálogo Nacional. Una comisión independiente elaboró un informe sobre violaciones de derechos humanos. El rey aceptó las conclusiones del informe y se comprometió a castigar a los culpables y poner cámaras en las instalaciones policiales para evitar la tortura.
Aquel movimiento prometedor sólo ha servido como lavado de imagen. Desde entonces, han surgido centros de detención clandestina y solo se han dictado un puñado de sentencias leves contra algunos agentes acusados de asesinato.
A una contrarrevolución no le basta con la violencia: necesita un relato. El Gobierno tuvo claro su mensaje: la revuelta había sido una conspiración sectaria de los chiíes, apoyada por Irán. Ahondar en la brecha sectaria se convirtió en la prioridad ideológica y en los meses posteriores a la revuelta, el Gobierno derribó unas 40 mezquitas chiíes. A día de hoy, muchos fieles todavía acuden a rezar al aire libre allí donde antes se levantaban los templos.
#Bahrain : Citizens persist in praying on site of a mosque demolished during the crackdown in 2011 pic.twitter.com/8m637WcLEO
— AlwefaqEN (@AlWefaqEN) abril 11, 2015
El rey, ¿un mal menor?
La estrategia del gobierno fue un éxito. Algunos suníes que habían apoyado las primeras manifestaciones empezaron ahora a cerrar filas en torno a lo que consideran el mal menor: “Mejor un rey corrupto que una revuelta chií que nos convertirá en una teocracia como Irán” es la coletilla frecuente utilizada por suníes descontentos pero leales al Régimen.
La profecía de odio sectario va camino de hacerse realidad gracias también a la coyuntura política de la región. Todo lo que sucede en los países vecinos tiende a leerse en clave sectaria: las matanzas de chiíes por parte del ISIS, las contraofensivas de las milicias chiíes en Irak, o los recientes bombardeos de la coalición liderada por Arabia Saudí contra los hutíes de Yemen. La narrativa de lucha sectaria se ha impuesto sobre la vieja dicotomía libertad-tiranía de la Primavera árabe. De alguna manera, los más beneficiados de este cambio de guión son los propios regímenes dictatoriales.
La campaña de represión ha radicalizado a parte de la oposición chií, cuya estrategia de lucha callejera incluye ahora esporádicos atentados mortales contra agentes de policía (3 muertos en el último año), vistos como mercenarios de una fuerza de ocupación extranjera. Las barricadas en la carretera con neumáticos ardiendo se repiten a diario alimentando una espiral infinita de acción-represión. El empleo indiscriminado de gas lacrimógeno ha costado la vida a varias personas (no hay datos fiables), algunas de las cuales estaban dentro de sus casas.
Fuera de los núcleos más conflictivos, gran parte de la población vive estos hechos con indiferencia y sin sufrir más molestia que algún ocasional atasco. Aunque el helicóptero de la policía y las columnas de humo sean parte del paisaje diario, no pude decirse, ni mucho menos, que los altercados callejeros hayan paralizado la vida normal del país. Para mucha gente, las barricadas es como vivir en un país en obras. Los suníes lo ven como un prueba más de la intolerancia chii, y la comunidad chii se divide entre quienes lo ven con simpatía y quienes consideran que es una estrategia dañina que, en última instancia, solo provoca molestias a los habitantes de los pueblos chiíes.
En general cunde la resignación y se asume que no hay nada que hacer. “Nosotros ya tuvimos nuestra dosis de represión, y bien que nos lo comimos. Ahora le toca el turno a la nueva generación”, dice uno de los participantes en la acampada de la Perla.
En 2011, Ecclestone no tuvo más remedio que suspender la carrera de Fórmula 1. No porque le preocupara la violación sistemática de los derechos humanos sino por el miedo a la seguridad de los pilotos en un país con toque de queda, patrullado por el Ejército saudí. En 2012, la Fórmula 1 volvió a Baréin y la carrera sigue celebrándose desde entonces a pesar de la llamada al boicot por numerosas asociaciones de derechos humanos. A medida que se acerca la fecha, la violencia aumenta en las calles de los pueblos chiíes y se multiplican los carteles, pintadas y vídeos contra lo que ellos llaman la Fórmula de sangre.

La ética de los grandes premios
En estas circunstancias, merece la pena plantear la responsabilidad ética de los grandes acontecimientos deportivos al dar legitimidad a regímenes crueles. Ahí está el caso de la vecina Catar, cuyas obras para el Mundial de fútbol han costado la vida a más de 1.200 trabajadores asiáticos. Un eufemismo utilizado en el Golfo para referirse a la mano de obra semi-esclava. No sabemos qué capacidad de presión sobre un Gobierno posee un evento deportivo privado. Lo que sí habría que plantearse es la capacidad de presión que tendrían las potencias mundiales.
Baréin no es Siria, dijo David Cameron en 2011 para justificar su tibieza ante la represión en este país del golfo. “Allá donde haya una injusticia, allí acudiremos los americanos”, dijo entonces el presidente Obama en referencia a la incipiente primavera árabe cuando solo amenazaba a regímenes enemigos. La reacción de ambos países antes los sucesos de Baréin ha oscilado entre la condena tímida y la presión para elaborar el informe al que nos hemos referido antes, al elogio y la complicidad.
¿Por qué no se muestran más inflexibles? Porque Baréin es, a efectos políticos, un apéndice de Arabia Saudí. Porque Estados Unidos tiene en Baréin la Quinta Flota del ejército, la mayor base americana en Oriente Medio. Porque Reino Unido ha firmado recientemente un acuerdo para construir en Baréin la que sería la única base británica permanente en Oriente Medio. Porque ambos países son, además, los principales vendedores de material militar a Baréin. España, por cierto, también vendió armamento por valor de 6,3 millones de en 2011 y 21,1 millones en 2012.
Estos países argumentarán que Baréin es un socio estable en la lucha contra el ISIS. Pero lo cierto es que el gobierno no siempre ha combatido el islamismo radical interno con la misma energía con el que lo ha hecho fuera de sus fronteras. Antes de convertirse en activo militante del ISIS, Turki al-Binali se pasó meses haciendo proselitismo del ISIS en Baréin sin tener ningún problema con la policía. Es cierto, sin embargo, que recientemente le ha incluido en la lista de 72 ciudadanos a los que ha revocado la nacionalidad. Lo más llamativo es que en ese grupo, junto a 19 yihadistas, aparecían 50 miembros chiíes de la oposición (periodistas, doctores, activistas de derechos humanos). Al meterlos a todos en la misma lista, el Gobierno intenta equiparar al terrorismo con la oposición democrática.
All Bahrainis must enjoy equal rights regardless of religious sect, justice, democracy #Bahrain #FreeSheikhAli pic.twitter.com/UGJwIU6uH0
— AlwefaqEN (@AlWefaqEN) abril 10, 2015
Uno de los que más ha denunciado la represión es el activista Nabeel Rajab, fundador del Centro Bareiní Derechos Humanos y una de las caras más conocidas de la oposición. Ha pasado dos de los tres últimos años en la cárcel. Ahora se enfrenta a dos condenas de cárcel, una de ella por 10 años, por escribir dos tuits. En el primero afirmaba que muchos de los bareiníes alistados al Estado Islámico procedían de las fuerzas de seguridad, a la que acusó de ser el incubador ideológico del terrorismo. En el segundo denunciaba las torturas en la prisión de Jaw, situada a unos 20 kilómetros del circuito de F1. Rajab es carismático, tolerante, laico, valiente y con buenos contactos en la prensa global: esta semana, el New York Times ha publicado una carta abierta a Obama.
Fue detenido hace dos semanas y espera condena en la cárcel. Es una de las personas que el Gobierno no quiere que veas ni escuches mientras se celebra la carrera de F1. Pero basta ya de palabras. Que empiece el espectáculo.
Aclaración: El nombre de la autora de este artículo es un seudónimo. Baréin no permite trabajar con libertad a periodistas.